El diálogo, esa herramienta única del ser humano para coincidir y buscar consensos que favorezcan el desarrollo y el crecimiento como sociedad no parece ser lo que más le agrade utilizar a la dirigencia nacional. En la tradición argentina es una mala palabra, inconveniente, incorrecta para construir poder; el hegemónico, claro. Lamentablemente, la ausencia de diálogo solamente construye grietas. Sin diálogo no hay entendimiento posible y, por lo tanto, no se puede garantizar la paz social. Así es como no se persigue el diálogo político e institucional para tranquilizar y llevar alivio a una sociedad que vive en tensión permanente, soportando una crisis continua y de la que no puede huir ni siquiera votando diferente. En ese clima las visiones se imponen, no se negocian.
Por estos lares se prefiere alimentar el conflicto, a los dirigentes les resulta más cómodo distanciarse, no hablarse y acusarse, no hay ganas de trabajar entre todos, de coincidir en un propósito conjunto, nacional y no sectorial o ideológico; el que no piensa igual es un enemigo al que hay que arrodillar y hasta someter -meter bala mencionó un diputado hace pocas horas-; no es un adversario con el que se vayan a sentar en una mesa a intercambiar miradas y proyectos pensando en el bien común. Ese código de caballerosidad que se practica hasta en una guerra es inaceptable en este país agrietado.
Ni siquiera se desliza la intención de un acercamiento, se puentea el consenso y se expone que no puede haber un pacto posible porque el otro es un peligro para la democracia y porque su existencia conlleva el riesgo de la declinación y la postergación de la Argentina. Ese otro retrasa, perturba, incomoda, molesta. Para evitarlo, no debe tener presencia, no debe tener voz ni ser visible, no debe tener la chance de promover sus ideas. Son nocivos, peligrosos, antidemocráticos, golpistas, destituyentes y corruptos; señalamientos que por cierto van de una vereda a la otra, y con la misma virulencia.
El que mejor arma su relato corre con más suerte de ser creíble; hay que saber manejarse con todos los medios de comunicación al alcance para obtener el mayor acompañamiento posible. Ademas, siempre, en cada recambio institucional es una tradición histórica que el que llega está obligado a señalar que asume en las peores circunstancias; debe decirlo así sea la verdad, porque esa instancia discursiva es inevitable, lo aconsejan los manuales para todos los que acceden al poder, máxime si son de otro color político. Si el antecesor empeoró la realidad menos que menos puede ser invitado a una mesa de consenso. Es lo que se viene verificando desde 2015: el pueblo castiga a los oficialismos y favorece a la oposición que, cual si se ajustase al manual del sucesor, solo tiene que reiterar los tres conceptos básicos al asumir: peor no podemos estar, hay que aguantar, esto va a cambiar. En el medio, por los menos después de las tres últimas elecciones nacionales aparecen las excusas, las explicaciones de porqué no pudieron darle una respuesta satisfactoria al pueblo, ese pueblo que le viene dando la espalda a los oficialismos porque fracasaron en su misión de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. El hartazgo social es más que evidente y se expresa en las urnas, democráticamente y dentro de los cauces institucionales y constitucionales.
El pueblo puede renegar de la democracia en voz baja, quejarse por que sus representantes no acertaron en la gestión en voz alta, pero se somete a las reglas de juego y los saca de la función pública con el voto. Espera, cada vez con menos paciencia, que den en la tecla de una vez y se les garantice trabajo, buenos salarios y seguridad. Una mayoría de casi el 56% eligió a Milei para que produzca ese cambio. ¿El Presidente pelará al diálogo o se mantendrá en la línea histórica de alimentar una grieta y de eligir un enemigo?
Hasta ahora cumplió con el manual y habló de la peor herencia de la historia; por lo que según sus dichos ya nada puede resultar peor, en teoría. Si ya se descendió hasta los infiernos ahora sólo resta ascender, tal como lo apuntaba Cavallo: si se toca fondo sólo cabe rebotar hacia arriba. Sin embargo, en su gabinete hay dos funcionarios con estrategias diferentes en cuanto a cómo enfrentar a los adversarios políticos en los tiempos que se avecinan, y que se preanuncian mucho más complicados que los actuales; devaluación, inflación descontrolada, tarifas más altas, precios exorbitantes en los alimentos y pérdida del poder adquisitivo del salario.
Ese combo dramático derivará en más empobrecimiento, generalizado por cierto, pero que padecerán con más crudeza los mismos de siempre: los más vulnerables, los pobres crónicos. Lo reconoció el propio Milei al justificar el ajuste prometido, por lo que, entonces, sí se puede estar peor, tanto que eso de la peor herencia recibida pasará a ser un mal recuerdo, una anécdota discursiva. La pregunta, ya reiterada, por más que el nuevo Gobierno lleve apenas siete días en la gestión, es cuánto será el nivel de tolerancia de la ciudadanía, hasta cuándo le tendrá paciencia a la cruzada del libertario. Ya hay convocada una movilización contra el Gobierno para el miércoles. Y es aquí donde se revela que el diálogo no le interesa a un sector de la política, que directamente prefiere la confrontación. No quieren hablarse, negociar, arreglar sus diferencias, optan por amenazarse, advertirse, desconocerse y acusarse. Lo hace quien debería mostrar prudencia y mesura y no profundizar la grieta: el Gobierno, o por lo menos la ministra de Seguridad. “Si se corta la calle va a haber consecuencias”, dijo en tono amenazante la ex presidenta del PRO, advirtiendo que las fuerza federales van a chocar contra los piqueteros. Pregunta inevitable: ¿antes de presentar el ‘Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación’, no podía la ministra animarse a invitar y sentarse a dialogar con las organizaciones sociales para tratar de evitar un posible caos social? ¿Era imprescindible amenazar antes de tratar de conversar? Es inconcebible que cueste tanto verle cara a cara al otro, invitarlo a un debate de ideas, preguntarle qué necesita y ver de qué manera arreglan el conflicto de intereses y evitan males mayores.
El hecho de que directamente se obviara la posibilidad de un diálogo, invita a pensar que se busca encender la mecha del estallido social; de un lado y también del otro. El mensaje trasunta un no protesten, aguanten. Es imposible que frente al drama económico que sobrevendrá que los afectados directos no quieran hacer sentir su disgusto y malestar, de que quieran ser escuchados, como suele repetirse, y que no se van a bancar el sufrimiento. Sin embargo, el diálogo se evita, no se contempla.
El Gobierno avisa que quiere tomar el control de la calle y que no dudará en implementar el protocolo para disuadir a los manifestantes. Los que rechazan el plan de acción entienden que el modelo de ajuste sólo cierra con represión. Y se preparan para enfrentarlo. Y la crisis se ahonda, la sociedad está más pobre que hace siete días; tiene motivos para rebelarse y expresar su disconformidad. ¿No teme Bullrich que la situación se le vaya de las manos y que se convierta en el primer fusible de Milei? La ministra juega al límite, corre riesgos, y hasta pone en peligro la gobernabilidad. No quiere dialogar y muestra que es partidaria de la mano dura. Tiene el aval de los ciudadanos de la CABA que se hartaron de los piquetes y que exigen a las autoridades que les solucionen ese problema. ¿Avalarán que una posible represión para limpiar las calles porteñas?
Bullrich debe estar convencida de que tiene ese respaldo popular, el de los votantes que apostaron por ella en las generales. Las organizaciones sociales y las fuerzas de izquierda no se amilanan e insisten con que marcharán masivamente. El clima es de tensión. Una piedra, un mal gesto o un mal entendido en medio de la protesta y todo puede explotar. Si se reniega del diálogo, como dijimos, no hay posibilidad de paz social, y si la realidad se desmadra, seguramente habrá realineamientos políticos. La UCR, vaya por caso, emitió un documento el viernes tras elegir a Martín Lousteau como presidente donde se apuntó que no gobiernan, que son oposición y que nunca hay una sola alternativa para hacer las cosas. El destinatario de la frase es uno solo. En ese marco, mientras Bullrich evita el diálogo y se siente cómoda en la confrontación, el ministro del Interior, Guillermo Francos, desanda otro camino: dialoga.
Así es como habló con los gobernadores y los reunirá con el Presidente el martes, un día antes de la marcha piquetera. Francos se esfuerza por tender puentes con la oposición, sabedor de la debilidad institucional de La Libertad Avanza, que es minoría en el Congreso. Necesita a los mandatarios y a sus representantes en el Parlamento acompañando las medidas de Caputo. La cuestión es si todo el esfuerzo dialoguista de un sector del Gobierno no quedará trunco el miércoles, a causa de las acciones de Bullrich sobre los piqueteros. Es diálogo o represión.